A las apuradas, corriendo para llegar al lugar donde quiero estar, preguntándome porqué no paso todo mi tiempo allá... Subiendo y bajando bondis, cruzando bocacalles ("boca, calle!") a las corridas, caminando ligerito, tropezando con los adoquines como si tuviera los ojos vendados y no pudiera disfrutar del camino.
No veo nada, no escucho nada, no entiendo nada, lo único que quiero es llegar. Y llego. Trato de aterrizar, pero me cuesta, no estoy encontrando mi eje. Ese "nena" que llama desde la pantalla me trae de un tirón. Es Santiago Motorizado y todo eso nuevo que hizo... para mí? Ok, ahora sí: ya llegué. Arriba de mi cabeza ese ruido familiar que retumba entre mis orejas desde la infancia de pies bajando y subiendo escaleras, y por fin puedo decir como en casa.
La paz me llegó justo para cuando Mateo se sube al escenario solito con su guitarra y su Big Bang, y es el momento en el que los corazones se salen de los cuerpos y flotan en el patio del Konex como luciérnagas brillando en la oscuridad.
Llega el resto de la banda, y aunque extrañamos a Belén, los chicos tocan las de siempre y el alma festeja los ritmos suaves, mientras las letras se clavan en el alma como flechas de (des)amor. Mateo de La Luna en Compañía Terrestial es una banda deliciosa, como la manzana del Edén: tentadora, cumplidora, y al mismo tiempo apocalíptica. Son el principio del fin, del cambio rotundo y para siempre.
Escuchar una canción de ellos es volverse inmediatamente adicto a sus melodías melancólicas y verdaderas, y querer más. Por eso el pedido de bis llega al borde de la desesperación, y el final es el principio: acústico y solitario.
Embriagados por su música agridulce, llegan los aplausos rotundos y viscosos, y los despedimos con los ojos atentos, abiertos.
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