Me encerraría gustosa en la Sala Leopoldo Lugones, sólo porque ella conoce uno de mis secretos mejor guardados. Pero la tormenta de anoche dejó como saldo una tarde de domingo que implora aire libre y, engañada como una colegiala, enroco el agua sagrada que baña las costas de Rivera Norte por el símbolo nipón que vive atrapado en Buenos Aires.
Le tengo especial aprecio porque en el tiempo en el que yo dormía en mí me dejé llenar el cuerpo de muchísimas hormiguitas sin horrorizarme, y también porque esa cuadrícula de pasto y cemento me hacen pensar en el País De Las Maravillas, y en la nueva puertita de Alicia que se abrió para mí.
Claro, no fui la única que tuvo esta gran idea, y de repente somos muchos y yo me volví tan ermitaña que los cuerpos yendo y viniendo, susurrando o a los gritos, me dan alergia.
De todas formas, una piedra oficia de banquito y una garcita bueyera (el tipo sabe, se hace el humilde pero la tiene atada) hace las delicias de los que estamos atentos.
Voy a volver un día de semana, en un horario absurdo, a entrecerrar los ojos y ser Oriente.
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