Cuando me acusan de vivir en un termo, muchas veces me sucede no encontrar ni la cantidad ni la calidad necesarias dentro de mi escueta lista de argumentos para refutar tan nefasta acusación. Me gustan las transformaciones, la idílica posibilidad de modificar el status quo en cualquier otra cosa, sorpresiva e inestablemente. Me tienta la metamorfosis, el vértigo de lo nuevo. La primera señal vino del cielo, cuando pese a todos los pronósticos, el agua se hizo luz y del cielo brotaron rayos de sol que secaron la tierra mojada en menos de lo que canta un gallo.
Con tan poco soy feliz, ir por la vereda del sol con 3 sanguchitos de miga para almorzar en el Jardín Botánico el primer lunes de otoño. Un banco de plaza color verde inglés me recibe amistoso. No me decido, pero da igual, busco en la carpeta de discos el de Los Animales Superforros, play + repeat, y no puedo del asombro.
Las paredes del termo se están derritiendo y en el instante previo percibo lo que inevitablemente va a venir, cierro los ojos y ahí entonces el estallido abrumador, el termo desintegrado en miles de pedazos, convertido en burbuja, transformado, una cápsula transparente. Metamorfosis del lugar donde habito, de la casa y mis paredes. Pero los tímpanos al mango de música, y ver la gente pasar, pero no sus voces. Como marionetas dirigidas por un titiritero invisible. Y los siento a ellos, y también a mí, personajes de un cuento de ficción en el jardín. Por eso será que me gusta tanto Thays, porque en sus jardines germina mi mejor yo.
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