Y así fue como en esta oportunidad di con el espacio propicio para reírme a carcajadas y conectarme con lo infantil que habita en mí detrás del manto de adultez que va llegándome con el paso del tiempo y la aceptación sumisa de las convenciones sociales.
Y en uno de esos viajes me embarqué las 2 horas que duró Ralph, el demoledor. Me maravillé enormemente por la inquietud sencilla de conocer la vida detrás de las pantallas de los video-juegos, repasé el abc de la división dicotómica a la que nos sometemos, incautos: malos-buenos, on-off, real-virtual. Dejé que me corran lágrimas con el Disney-golpe bajo y me llevé la moraleja.
No hubiera sido mi elección de cartelera, pero dejarme llevar por la decisión ajena trajo buenos resultados: sentarme en la butaca como un niño no está nada mal, después de todo.
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