Llevo mi capa colorada puesta para que todos en el bosque puedan identificarme fácilmente. Llevo también la canasta de mimbre cargada de pies, scons, y frasquitos de mermelada casera confiando en que a la abuelita la puedan deleitar.
Voy caminando entre los árboles de arrayanes y los cipreses cordilleranos con mi andar ligero de niña buena saludando a los animalitos que cruzo al pasar.
Conozco el guión, conozco el final. Sin embargo, algo en el bosque está fuera de lugar. El encuentro se precipita, y antes de lo pautado siento como un puñal la mirada animal del lobo clavándose en mis ojos de nena de mamá.
Presa del miedo, se evapora en el aire mi grito de socorro y queda retenido para siempre al filo de mi garganta, que bien quisiera aprender a aullar. Sostengo durante un instante, que me resulta infinito, la tensión en mis ojos. Desafío a la bestia y de nuestros cuencos orbitales nacen rayos de fuego que lo incendian todo.
Como si se tratara de una ceremonia secreta, damos en simultáneo un salto eterno y nos fundimos en el aire antes de volver a aterrizar. El lobo en mí. Los dos lo sabemos, el cambio es genuino, rotundo, irremediable. Aunque ambos seamos tristemente conscientes de que difícilmente los otros lo puedan notar.
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