La llama de las velas que están sobre las mesas dibuja sombras. Sombras que tiemblan al ritmo del rasgueo de Antolín en su guitarra. Una criolla negra con calcos y un millón de canciones. La maquinaria irresistible de su música se puso en marcha, no hay vuelta atrás. El príncipe trajo desde La Plata toda su fauna musical, y Vinilo se transformó en su reino.
Sobre las sillas se agazapan lobos del bosque para escuchar al encantador de cocodrilos, tiburones y panteras. Al compás de “Días del futuro”, sentimos las estrellas apagarse antes de brillar mientras la luz de esos himnos de soledad y pandillas nos abraza con fuerza.
“El desierto de Sonora”, “Anti- El Oso”, “Amor y joyas”, en ese orden o en cualquier otro, cada una de la lista va aportando un pedazo del rompecabezas. Cuando finalmente está completo, mirar alrededor es descubrirse en el centro del bosque, viendo el momento justo en el que un rayo fulmina la torre.
Es que la suavidad de su voz desgarrada y la certeza en cada acorde son la combinación letal. El resultado es la música que trasciende y atraviesa, y en ese lapsus temporal, estallan los relojes y los espacios. Antolín nos llevó de viaje por paisajes infinitos, una vez más.
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