ph. Marie Le Pen
La música estiempo. Discurre, transcurre, existe, empieza y termina. Un lapso, un intervalo, una seguidilla de notas, de melodías suicidas. Estamos acá, en la Ciudad de Buenos Aires, en un Café Viniloque nos abre, cálido, sus puertas. Es miércoles, son las 21hs y El Gnomo presenta Las mil y un canciones. Hay un reloj, hay coordenadas, hay tiempo y espacio, todavía.
Apagar las luces, hacer un minuto de silencio y respirar a conciencia. La llama de las velas se desdibuja antes de que los ojos se cierren y lleguen los acordes de “La cosecha”. El tiempo quebrándose. Establecido el pacto, la música hace el resto. Dede la primera fila, se los ve con total claridad. Hilitos de amor van tejiéndose en el escenario. Nacen en las cuerdas de la guitarra eléctrica, comandada por Santiago Garriga. Casi transparentes, como una tanza que salta desde el clavijero hasta los platillos de Toto Ciccone, y de ahí al bajo de Javier Reznik, donde dan varias vueltas, se enriedan de una manera compleja. Y cuando pareciera que van a quedarse allí, “Canción triste” los arrastra mansamente hasta las teclas de Rodrigo Ruiz Diaz. La Filarmónica Cósmica destruyendo el tiempo, fracturándolo.
Algo como un espejismo acecha, y Martín Sus sube al escenario. Después lo hará Diego Martez, y el corazón se derritirá un poquito más, todavía. El reloj se detiene por completo. La música es tiempo, y el tiempo es lo que ella quiera hacer con eso. Van a llegar Pablo Paz, Lucio Mantel, Ezequiel Borra o “vení a tocar, Borra, no seas puto”. Y con estos amigos de invitados, viajamos un poquito por esa penillanura suavemente ondulada. Ellos también, y sin darse cuenta, se van a ir enredando en esos hilitos traslúcidos, casi invisibles. Un alto nos devuelve del trance. Segunda ronda, pero de las agujas ni noticia. Seguimos todos acá enmarañados en estas babas del diablo, tomados por el trance que generan las canciones mil y una.
La noche no tiene fin, y en el no-tiempo del no-espacio, se borran los contornos y unos suben al escenario y otros bajan y somos todos parte de lo mismo, y empapados de amor, cantamos, pegoteados en esos hilitos de amor que El Gnomo tejió entre acordes y sueños. Ahí mismo, algo germina, brota, florece. Como sucede con el alimento en la tierra. Porque el espíritu también se nutre. Para eso no hay tiempos, no hay formas, no hay secretos. Música, alimento del alma. Eterna y fugaz, asesina del tiempo.
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